Por aquí no pasan el otoño ni la primavera. La espada blanca y fría corta los últimos calores de octubre y la primavera entra con los cerros cubiertos de niebla sucia y con un sol picante. La agradable frescura y el olor a tierra mojada, recién nacida, sólo se perciben rumbo al exilio de esta ciudad. Aquellos que parten y lo hacen por la noche, como asesinos a punto de navajear el pasado, deslizándose entre sábados de carretera y ríos deshidratados, se llevan el buen recuerdo del aura bondadosa, verde y amarilla, que envuelve a Monterrey.
Patricia Laurent Kullick, Esta y otras ciudades
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